Sentados en una mesa estaban el fanático religioso, la loca, el ciego y el imprudente y necio estudiante que creía saber de Dios. El estudiante callaba mientras los otros tres debatían sobre Dios. El ciego decía que no creía en Dios, incluso iba más lejos al afirmar que no existía y que lo único que le interesaba era saber quien había creado el universo. El fanático religioso decía que Jesús había muerto en la cruz para salvarnos y, por ese motivo, él ya estaba a salvo. La loca insistía, como si fuera la que mejor sabía de Díos, que ya era hora de que bajara del cielo y pusiera orden en este mundo. Y afirmaba que el propio Dios era quien tenía que bajar. El estudiante, ya harto de tanta envenenada estupidez, desafió a la loca. Le dijo: «¿Como quieres que baje si ya está entre nosotros? ¿Es que no lo puedes ver en las personas?». Pero la loca gritaba más fuerte: «¡Que no está!¡Que baje Dios y arregle el mundo!». El estudiante se fue del debate envenenado con la locura de la loca, la estupidez del ciego y la mezquindad del fanático. Una semana después, el estudiante yacía enroscado en el suelo. Le había explotado la cabeza con tanto veneno.